por Manuel Williams, CR

"Seis días después, Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a Juan su hermano, y los llevó  a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos; Su rostro resplandeció como el sol, y Sus vestidos se volvieron blancos como la luz". (Mateo 17:1-2)

Jesús debe haber tenido una consciencia cada vez más clara de lo que le esperaba en Jerusalén cuando llevó a Pedro, a Santiago y a Juan a aquella montaña. Aunque el texto del evangelista San Marcos no lo dice,  es muy probable que Jesús hubiera subido a la altura de la montaña buscando consuelo y aliento. Subió, pues, a orar. Como lo haría más tarde en Getsemaní, tal vez oraba para que le fuera retirado el cáliz  del sufrimiento que tenía ante él. 

Una vez en la montaña aparecieron junto a Él Moisés (quien recibió  La Ley en el monte Sinaí) y Elías (el más grande de los profetas, quien en otra montaña había humillado a un grupo de sacerdotes de Baal). La intensidad de la conversación hizo que las vestiduras de Jesús se volvieron de un blanco deslumbrante. Los apóstoles quedaron completamente asombrados. Pedro, por el ímpetu  y humanidad que lo caracterizaban, ofreció construir tiendas de campaña para los tres, para así poder prolongar este momento de gloria.  Sin embargo, la voz del cielo declaró: "Este es mi Hijo amado. Escúchenlo"; y en un instante, el momento de gloria  cesó.  

Durante el camino de descenso Jesús les advirtió a los tres discípulos que no contaran a nadie lo que habían visto hasta que el Hijo del Hombre hubiera resucitado.

A la comunidad de discípulos nos vendría muy bien tener una experiencia similar de cima de montaña este segundo domingo de Cuaresma 2024. 

Necesitamos que se nos recuerde en estos momentos todo acerca de la ley del amor, que es el elemento esencial del pacto con Dios que hemos hecho como individuos y como Iglesia. Sabemos en lo profundo de nuestro corazón que, por nuestro bautismo, nosotros también somos llamados a ser profetas, proclamando un mundo repleto de valores de justicia, misericordia y compasión.

La desgarradora realidad al pie de la montaña en donde actualmente nos encontramos durante esta Cuaresma es la realidad del desastre que el pecado humano ha causado en gran parte de nuestro mundo. Una violencia escandalosa asalta nuestros ojos, oídos y corazones con mortal vehemencia.  Lo vemos en Gaza, en Israel, en Ucrania, en Sudán. Cámaras de ejecución en todo el mundo. 

En nuestro país vivimos una política de división insondable dictada por proveedores de un demoníaco sistema de discriminación, similar a las castas. Un sistema que pretende alejarnos unos de otros y de nuestra común humanidad, denigrando la maravillosa diversidad que Dios ha creado en cada uno de nosotros. La venganza y la retribución se han ido normalizando.

Después de nuestra experiencia de cima, mientras lidiamos con todo el desorden que nos espera al pie de la montaña, recordemos que la Pascua de Resurrección de Jesús nos da la certeza que hay vida más allá de la muerte y de la destrucción que nos rodea. Ayudados por las prácticas cuaresmales, sigamos adelante en la esperanza de la Resurrección.

A diferencia de Pedro, Santiago y Juan en su descenso, nosotros hemos sido exhortados y  estamos obligados a hablar a todo el mundo de los valores de Su Reino y del poder redentor de Su amor.